Con un silencio que ocupa toda la
habitación ella esconde su cabeza en la almohada. Sabe que esa es
una reacción cobarde, y no conseguirá encontrar la solución, pero
lo único que quiere es que él no la vea llorar, que no la vea
desesperada, suplicando bocanadas de aire.
El mismo silencio es el que le rodea a
él. Tumbado a su lado la mira, sin saber que hacer. Sabe que está
llorando, y que solo se refugia bajo la almohada para que él no la
vea llorar.
El reloj sigue contando los segundos,
lentos. El tiempo no cesa, tiempo perdido, piensa ella.
Ella no quiere sufrir más, cada
discusión es una astilla más en su pecho, y no puede soportarlo. Él
toca su hombro, desesperado, sin saber que hacer. La pide que por
favor no llore más, que no puede soportar verla así. Él se
arrepiente, y ella lo sabe. Pero su orgullo es mucho más fuerte que
todo eso. Ella se levanta, se limpia las lágrimas, y le da la
espalda. Mira por la ventana, un triste y lluvioso día gris. Un
típico día para estar triste.
Pero esa pareja que se encuentra en esa
habitación no es la típica pareja. No tienen una cama de
matrimonio, aunque siempre duermen juntos. Lo hacen para no tenerse
que alejar ni un solo segundo en toda la noche. Las paredes no tienen
espejos ni cuadros, porque eso podría distraer su mirada de lo
verdaderamente importante que es mirarse a los ojos. No hay
televisión, ni ordenador, solo un pequeño equipo de música y
algunos cds.

Hacen el amor, no como reconciliación,
sino como una promesa de no volver a discutir más. Después ella se
acurruca en sus brazos y llora. De alegría, de emoción, de ser tan
feliz. Porque son los malos momentos los que verdaderamente te hacen
disfrutar de las pequeñas alegrías.
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